Había hecho Magisterio y acabó, pero nunca pudo ser maestro. Un día dijo de los niños que eran carroña insensible y sin imaginación… Me lo quedé mirando, le llamé sádico, y en la imaginación urdí la estrategia. Tocaba el clarinete con disciplina, chocaba el contraste con los niños, con la sensibilidad que se les supone, quiero decir... a los músicos. Al director, hombre recto y honrado, le llamaba "el wuana", el amo, le tenia pánico, miedo escénico. Parecía como escondido entre enanos risueños, portando, entre suspiros, su cara de amargado. Entre tics nerviosos contaba sus tristezas, nunca el progreso, el avance, la mejora del comportamiento o del rendimiento del niño. Actuaba como una víctima del sistema, los feroces proyectiles venían de niños de seis años, el cañón, del jefe de estudios, y del director la bomba atómica incontestable. A los compañeros les consideraba poco, sólo éramos satélites adjuntos a dirección... pero, a veces, los conjuntos se coordinan. Él se marchó con su música a otra parte, parte donde, por supuesto, no había niños. Poco a poco se lo fui contando y lo entendió: no era capaz de hacerse niño y amar.
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