Ya lo saben, me encanta la poesía bucólica,
los remansos de paz entre las sombras del bosque,
los ríos que han dejado de ser fieros
y, en la templanza, son patria de sosiegos.
La paz de la aldea, el pueblo, la pedanía,
el barrio que toca al canal con chopos.
Ya lo saben, nunca fui un Atila,
más bien he pisado la hierba con delicadeza,
procurando no ser un estorbo antinatura.
Es para mi un placer la riqueza de los verdes,
aquellos que hacen sombras de húmedos,
cobijos de los ensueños, lechos de la paz.
Siempre quise dirigir los sueños,
buscar la felicidad relajada, el deber cumplido,
el no hacer daño a nadie, ni sin querer…
y, en el delirio de las explosiones de placer,
ser el rey de los intrépidos vagando entre noblezas
por el pueblo llano, incluso con costas,
incluso montañoso o de valle profundo.
El pueblo siempre es llano y sano,
trabaja y vive, sueña en verde.
El pueblo sirve, calla en demasía,
lo explotan lo matan, poco a poco…
El pueblo sufre las heridas de los despropósitos
porque sus gentes, de trabajo y justicia ávidos,
sienten que se les va la vida
y su mirada entre los verdes se apaga…
y se mueren los verdes, se muere la vida,
se muere mi poesía bucólica…
¡Se mueren los pueblos!
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