Su peca en la mejilla era natural,
parecía una gotita de miel de romero,
el poso de un lucero que anida feliz,
allá por lo ondulado, cerca de los labios.
Me encantaban sus pobladas cejas
que, acertadamente, nunca depiló
porque sombreaba sus pestañas a placer.
Su pelo, deliciosamente peinado,
acudía raudo y se marchaba oportuno,
como queriendo mostrar en porciones la belleza.
Lentamente, sus ojos se abrían paso
y se despertaba el día, poco a poco…
En sus pequeñas orejas reluce un pendiente,
y en la calle, en la puerta, se relaja un suspiro,
y en nada… habrá latidos a coro…
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