Me vacié hasta los lípidos crónicos,
galopando acelerado por las ideas bucólicas,
y planté en el infierno un campo de amapolas,
a juego con sus fuegos, rojos diferentes...
y en los cielos trencé los azules perpetuos,
y los hice lianas de mis vuelos eternos…
Llené de rosales la plaza pública más grande,
y le puse música al vuelo de los pétalos,
y me fui por las escuelas de la vida
y les conté a los maestros mi legado:
“Los niños nunca tienen la culpa de nada”...
Y me quedé tan cuerdo, tan lúcido,
y aún me sobró tiempo para proclamar
una tregua en el ejercicio de las furias inmaduras…
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