No entiendo mucho de peces, más allá del lenguado, la lubina, la dorada… Tampoco de los de agua dulce de colores que adornan mi pecera de cien litros. Fue un regalo de mis alumnos que sabían de mi amor por la naturaleza, en general, y de los animales, en particular. Hace unos años, mi casa parecía un zoo y, lo que es peor, olía a corrales. Poco a poco fuimos limpiando la plaza… quise decir la casa, y, con la marcha de mi hijo para estudiar en Barcelona, me quedé sólo con la pecera. Mi mujer i yo lo estudiamos todo… el agua, los filtros, la temperatura, la comida, la cantidad justa, los concentrados para cuando salimos unos días por ahí… Claro, al final acabas aprendiendo y los quieres como una compañía más. Algunos duran y se acomodan y crecen, parecen felices, se persiguen, juegan. Les enciendo las luces y se presencian, se exhiben y, en el ademán de ir a por comida, me siguen hasta el extremo del recinto. Al esparcir la comida se vuelven locos, incluso los que limpian succionando por el suelo saltan hasta la superficie con sus bocas abiertas. Tenemos una relación de amor, nos gustamos. A veces me siento ante ellos y me siguen los gestos… Me relajan, me conocen, los conozco, se relajan…
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