Clase de matemáticas. Pongo un problema en la pizarra donde cuelo media docena de faltas de ortografía, de esas que duelen a la vista. Los prudentes callan, se sonrojan, los pícaros sonríen incrédulos, y hacen algún bis a bis, los sabios ya buscan el momento para intervenir con todo respeto y, como no, los típicos, que haberlos haylos, que no se enteran de nada. Yo me divertía y observaba sus reacciones y comportamientos, y me explicaba claro por qué un profesor no puede ni debe hacer faltas. Un día también les sorprendí, leyendo con voz nasal, con toda naturalidad, hasta que terminamos a carcajada limpia. Alguna vez gritaba mucho, y otras mi voz era casi inaudible... Fueron momentos cómicos, que los niños agradecen y algunos profesores utilizamos para desdramatizar la educación. Ni la letra ni nada entra con sangre, ¿verdad?
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