De niño, en mi pueblo, solía engañar a mi madre o a mi abuela, o a mi prima, diciendo que otro miembro de la familia quería verlas urgentemente. Después, nos reíamos y mi abuela se quejaba de que sus piernas ya no estaban para hacer viajes en balde. De profesor solía colgar, en la espalda de algún alumno presumidillo, o de otro más apocado, para darle importancia, lo que en catalán llamamos “la llufa”, que no era más que un muñeco de papel, más o menos grotesco, pero siempre divertido. Los Santos Inocentes, cada vez hay menos, o más…
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