Nuestro entrañable Salvador Espriu nos cuenta cómo le gustaría decirlo:
"Me gustaría decirlo con mis labios de viejo. Con sufrimiento he visto. Ya no recuerdo el mar. Camino el surco último, después vendrá el desierto. Bajo cielos clarísimos, escucho cómo el viento me dice mi ganado nombre: "Nadie". Serán tiempos de calma, y me decanto a mirar por vez final la luz de un largo ocaso. Ahora, sin miedo alguno, solo, me iré alejando, noche adentro, Dios adentro, por la arena y la sed".
En realidad es cuestión de talante. Hay quien se hace erigir estatuas ecuestres y moles de mármol con la intención de que su fama perdure más allá de la muerte. Y hay, también, quien intenta pasar por la vida levantando la mínima polvareda posible, sin dejar apenas rastro, deseando que la lluvia se encargue de aclarar y de borrar todo aquello que en nuestras existencias hay de sobrante y de excesivo, que es mucho. Espriu proclama nuestro pasar efímero, la insignificancia de todo, las huellas que se borran. Y lo hace sin gestos trágicos ni aspavientos, como quien ha comprendido el auténtico argumento de la historia.
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