Recuerdo que de niño, una vez, era el jefe de una patrulla que iba a asaltar a unos enemigos que vivían dos calles más arriba. Mi padre me miraba, con mi pistola vaquera de plástico en una cartuchera, a nivel de la rodilla, y un sombrero de paja parecido a los del oeste. A una señal mía, una especie de sonido gutural, agudo, se presentaron mis amigos, también vestidos para la ocasión, ante el supuesto asombro de mi padre que no pudo resistirse a dar consejos de prudencia, en plena sonrisa cómplice…
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