Tiempos de aquella juventud, más o menos inconsciente, donde íbamos a tocar los timbres de las casas, a cambiar las macetas de sitio, allá en las casas de las mozas majas. O en el día de los Santos Inocentes, en que mi prima y yo, envolvíamos una boñiga de caballo, perfectamente como si fuera un regalo, y lo dejábamos en medio de la calle… El colmo de la sutileza era que, a veces, atábamos el paquete con un hilo largo y, al momento que alguien iba a cogerlo, tirábamos del hilo y nos destornillábamos de risa. Juventud, divino tesoro, no te vayas muy lejos, que te echo de menos…
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