Mi abuelo, sentado, ya mayor, vigilaba su tienda de frutas y, cuando yo entraba, se hacía el dormido, y yo cogía, tranquilo, una pieza hermosa o dos. Un día, con su mejor sonrisa, y los ojos brillantes de emoción, se lo contaba a mi madre. Su hija le decía que no tendría que permitirlo... y mi gran abuelo, babeando, le contaba que no tenía fuerzas para parar mis travesuras. Dejé de hacerlo, aunque él seguía haciéndose el dormido. Mi abuelo, todo fuerza y bondad, me columpiaba en la palma de su mano amorosa…
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