Histerias colectivas, euforias variadas, comas etílicos, concepciones inesperadas, hijos a quienes llaman con nombres futboleros… Países en pie, calles llenas, caras pintadas con patrias a merced de la pelotita. Pasan de gol a héroe nacional, admiración y orgullo como un Nobel, pasan del éxtasis a la decepción, de la supervaloración al fracaso. Nacen nuevas figuras, naufragan otras, y la juventud reclama espacio. Parece que las selecciones acertadas en el cambio generacional son revelación, pero esto para las primeras rondas. Lucen después, a la hora de la verdad, los de siempre: Brasil, Argentina, Alemania y, posiblemente, Holanda, quien sustituye a España, que no ha dado una a derechas. Bien, nunca me parecen mal los entusiasmos, y de hecho me gusta mucho el fútbol, aquel del Barça de Guardiola y Tito, pero no estaría de más reconducir tanto estado anímico desbordado para otros logros de mejoras individuales, sociales y de convivencia social. Ya sabéis que a mi me da igual que gane el Barça o que pierda el Madrid, y con una cierta euforia, pero sin traumas…
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