Desde el restaurante se ve el río y el sol parece que está bebiendo,
ni viento ni brisa, no hay barcos turísticos, ni motos acuáticos,
no hay cormoranes que aterrizan con las patas abiertas,
no hay mamá pata con patitos de excursión,
no se ven pollitas de agua asomando por los juncos de la orilla,
ni tampoco flamencos que nos sobrevuelen, con su solemnidad habitual.
Son las dos de la tarde, la belleza del Ebro es inmensa,
la comida sabe a gloria, el alma se serena, descansa, sueña bonito...
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