En tu discurso bailaban los aplomos
con una cordura de luz total.
De vez en cuando una sonrisa, contagiosa y angelical,
adjetivaba tus argumentos con tal dulzura,
que no daba razón ni sentido a réplica alguna.
Se te veía recia, firme, segura, convencida,
y ni el halago que siempre debilita, hacía mella en ti.
Dejabas salir la humildad que tenías escondida en el saber,
y los auditorios te rendían pleitesía.
Tu presencia siempre amueblaba con gusto exquisito
todas las cabezas expectantes…
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